viernes, 9 de diciembre de 2011

TUAREG

    Cuando la sombra de la roca dejó de protegerle, el sol le dio de lleno en la cara, y gruesas gotas de sudor corrieron por su frente, abrió los ojos y, sin moverse, miro a su alrededor.
     Había dormido sin hacer un solo gesto, ni mover un grano de la capa de arena que le cubría, insensible al calor, las moscas, e incluso al lagarto que en un momento determinado corrió sobre su rostro, y que, verde y blanco, estaba allí, a menos de un metro de su nariz, ergido sobre la roca, observándole con sus ojillos redondo, oscuros y saltones, desconfiando de aquel desconocido animal, sólo ojos, nariz y boca que había invadido sus dominios.
                                   Alberto Vazquez-Figueroa.